domingo, 2 de diciembre de 2007

Fiestas, comidas y entramados

La Fiesta

Nos quedamos en que había una fiesta-coctail-n’importe-quoi programada y que Altea sufría una crisis de vestimenta e identidad. Se que queréis ver fotos, pues bien: no las habrá. La (última) cámara de fotos, tan estresada como yo, sufrió un arrebato cardíaco y colapsó. Las pocas fotos supervivientes serán convenientemente rescatadas a su debido tiempo (o sea, cuando Marcos decida hacerlo). Por lo demás, tengo que decir que prefiero que uséis la imaginación.

Para atender a la susodicha fiesta (o la reunión anual del sindicato de harineros) M. y A. sufrieron una (dolorosa, en mi caso) mutación de bicho callejero a dama/caballero bienestante. Convenientemente ataviados, él con smoking y una horrible corbata naranja que escogí yo para darle algo de alegría a la patética situación, y una servidora encorsetada, enzapatada, enmediada y con varios adminículos generosamente proporcionados por el aparentemente inagotable vestuario de doña Rosalba (también llamada, más informalmente, Chava, la madre de M.), el bicho y la bicha, de ahora en adelante el príncipe y la princesa en funciones, se metieron en el coche con los padres de M. y se dirigieron al hotel Fiesta Americana. M. conducía, lo cual sirvió para tranquilizarme respecto a sus para mi dudosas capacidades como conductor, porque después de que yo tuviera como cuatro paros cardíacos durante alguna de sus estrambóticas maniobras y sus padres ni se inmutasen llegué a la tardía conclusión de que estaba haciendo ni más ni menos que lo normal.

Llegamos al hotel y subimos al piso 25, el último. Ahí quedó claro que el padre de Marcos (lo llamo así porque también se llama Marcos, y a su madre la llamo la madre de Marcos porque se llama Rosalba, que es como se llama su hermana también, qué falta de imaginación) pretendía ni más ni menos que lo que ya suponíamos, o sea, presentar a su hijo díscolo en sociedad. Me parece que en el fondo su padre tiene esperanzas de convertirlo en ministro o algo así. Dicho así suena terrible y el caso es que en el momento me sentí algo utilizada porque obviamente no podía presentarlo en sociedad sin una bonita novia a su lado (y si era blanquita como yo, mejor). Y es que en la cena de cómo 150 personas no había nadie sin pareja (Bimbo promueve los valores familiares, lo cual en su discurso se traduce con el sonado “distinguidas esposas”). Con algo de rencor decidí tragarme mis amargos prejuicios durante un rato (o al menos hasta que se viese adónde iba a parar todo aquello), puse cara de novia bonita y saludé a todo el mundo (¿qué tal? Encantada) con una graciosa inclinación y una ligerísima ondulación de mi pelo recién alisado. Ningún problema: era la más blanca, la más joven y por esas dos cosas también la más guapa. Parecía que mis peores temores iban a confirmarse cuando vi la sala en cuestión, una sala enorme, enmoquetada y rodeada de cristales que permitían una impresionante vista de toda la ciudad en todas direcciones. A la entrada había un reno de hielo del tamaño de un pastor alemán. Teníamos la mesa 2, al lado de la orquesta, sitio de honor. Se sirvieron platos de extraños nombres y cuando M. me preguntó que en qué orden se usaban los cubiertos le iluminé con mi sabiduría adquirida de la película Titanic (de afuera hacia dentro). También sirvieron las lecciones de cómo dejar los cubiertos en el plato para indicar que has acabado y si te ha gustado. La cena de líderes sindicales se presentaba como un derroche de dinero y lujo y a mi se me revolvían mis pobres entrañas ya revueltas de por si a causa del uso del corsé (ese utilísimo invento que a la par desoxigena el cerebro –permitiendo que la dama en cuestión no se pase de lista ni muestre un excesivo ingenio o descaro- y la aguanta en posición de bailarina sin aparente esfuerzo). Fue, ni más ni menos, que un acto de amor.

Pero quizá os estéis haciendo una idea equivocada. Los padres de Marcos son magníficas personas. Quizá dónde más se vea sea en su casa. Es una casa que, se ve a leguas, está construida con mucho amor y trabajo. Como si hubiesen ahorrado toda la vida y ahora que por fin les va todo viento en popa quisieran compartirlo con los demás. A parte del hecho de que alojan gratis no solo a la novia del hijo (y próximamente, a su hija también, y a su marido, que volarán desde Canadá para pasar aquí las navidades) sino también a la hermana de la madre de M. y a sus dos hijos César y Maite, regularmente invitan a la familia para que coman con ellos y además da la impresión de que han medio adoptado a un amigo de Marcos (Vicente), que se pasa a comer con ellos cuando quiere. Siempre atentos y discretos, buscando ofrecerme nuevas comidas para que pruebe esto, pruebe aquello, escuche esto, mire aquello otro. Nuevos ricos, de los que cuelgan los títulos universitarios de sus hijos en la biblioteca, seguro, pero buenas personas.

Querréis saber cómo acabó la fiesta. Pues bien, en cuanto se acabó la cena la música se animó y todos aquellos mexicanos tan serios y engalanados se lanzaron a la pista de baile dónde aporrearon el suelo hasta que acabó la fiesta y se disfrazaron de sandías, cowboys, luchadores o lo que fuese. Hay que decir que nunca había visto a tanta gente bailar tan bien. Yo, como no se bailar, decliné hacer el ridículo mucho rato y me puse a mirar y a tomar tequilas con toronja. Los demás, que si sabían bailar, se pegaron unos bailoteos que quitaban la respiración y hasta Marcos bailó con su madre, y tan bien, que además de preguntarme cómo es que no me había dado cuenta antes de que sabía bailar, me prometí aprender unos pasos de salsa en algún momento para dejar de hacer el ridículo. Es una lástima que el sentido del ritmo no sea una de mis cualidades, pero en fin, así es, y si quieres las tomas y si no las dejas. O sea que al final la fiesta no fue tan temible y aprendí que si bien los mexicanos, o al menos estos mexicanos, son muy de guardar las formas al principio, en cuanto se han acabado el postre se montan unas fiestas que no se las acaban.

Comida familiar

Al día siguiente tocaba comida familiar. Cuando digo familiar, quiero decir familiar familiar. Allí se presentaron tíos, tías, primos y primas con sus respectivos novios y novias, en fin, una incontable multitud que quizá describa en otra ocasión. Quien sabe si por tomarme el pelo o porque de verdad pongan siempre esa música, los padres de Marcos se dedicaron a poner disco tras disco de música mexicana (sospecho que en parte para alimentar mi cliché) mientras cocinaban una barbacoa (o un asado según ellos) de la carne más buena que haya probado, convenientemente aliñada –al gusto, gracias- por salsas verdes y demás asuntos picantes, y un guacamole que cuando lo probé me hizo dar tales saltos que me preguntaron si les estaba bailando una jota. También probé los nopales, que son cactus como los que crecen en el parque güell pelados y cortados a trocitos. Tal vez podríamos comercializar todos esos cactus sin dueño de Barcelona y hacer un montón de dinero. Esos al menos no picaban. Además hubo tacos, espaguetis a la crema, etc, etc. De momento no como mucho porque se me hace raro comer estas comidas estrambóticas como plato habitual, mañana, tarde y noche, no porque no estén buenas, que lo están. Y además tampoco se hasta donde me aguantará el estómago así que poquito a poco voy probando. De postre hubo turrón “argentino” traído por Vicente, el amigo de M. medio adoptado por su familia, que acababa de volver de Argentina y Chile en viaje de primer aniversario de boda con su mujer Aimeé (a la que traté de convencer de que su nombre se escribía con dos “e”s, porque es un participio femenino en francés, y no un sustantivo para decir Amor, como erróneamente creen por aquí, aunque no me acuerdo si los acentos se ponen en la primera e o en la segunda), y que ni modo que se escriba con una sola e. El padre de Marcos me vio comiendo una manzana y enseguida me puso otra manzana en la barbacoa para que la probase cocida y con canela y dulce de leche. Hay que llevar cuidado con lo que comes, o con lo que haces, porque si se dan cuenta de que algo te gusta te darán cien veces más, y luego imagináos, cómo me acabo todo eso, con lo feo que queda rechazar comida. Pero es que los nuevos ricos, en el fondo, tienen alma de pobres, y los pobres, según parece, son generosos.

El Patchwork

Luego salimos con Vicente y Aimeé al barrio pijo de la Condesa. Este barrio, aparentemente, está construido dentro de lo que un día fue un hipódromo, así que las calles son circulares (o más bien elípticas). Digo aparentemente porque no lo vi, ya que después de recoger a otra amiga de M. llamada Regina (o Reja) nos metimos directos en un bar pijísimo donde cobraban la propina directamente de la tarjeta de crédito. El bar estaba dividido en salas, la “sala dorada”, la “sala blanca”, etc. Nos tocó la morada. Se parecía un poco a una mezcla entre el rastro y el palacio de versailles (tal como yo me lo imagino al menos). Vicente y Aimeé eran un par de pijos (ella es rica) que trabajaban en el negocio de los ascensores (o elevadores) del padre de ella. Pijos simpáticos, hay que decirlo. Reja es una de las dos amigas preferidas de Marcos (las aparentemente inseparables Regina y Eréndira, dos diseñadoras gráficas completamente locas que ya había conocido en el cine y que en este caso se presentaron separadas porque Eréndira había ido a visitar a su novio). Reja la diseñadora era una tormenta de sarcasmo con corazoncito de oro escondido tras la armadura de su genialidad. Allí tomamos unos cerveza y otros coca-cola (o coca, como le dicen aquí). Luego nos retiramos cada cual por su lado, o sea, cada cual con su coche. Desde el coche vimos como la policía mexicana realizaba varios controles de alcoholemia, pero no nos tocó. En medio de una de las autopistas había un atasco, cosa improbable a esas horas de la noche. Marcos me dijo, no mires, con lo cual yo prestamente me giré a tiempo para ver al anónimo atropellado despanzurrado en mitad de la autopista rodeado por las luces de la policía. Sólo eso, un muerto en mitad de la autopista, ningún coche parado, ningún choque consecuente, nada. Qué hacía un peatón cruzando una autopista en medio de la nada o por qué la presunta colisión no había originado ningún problema en el tráfico es una pregunta que os dejo en el aire. Tal vez era como dijo Marcos, un indigente de los que viven en la tierra de nadie que queda entre los dos carriles de la autopista. O tal vez no. Pronto pudimos volver a acelerar y nos perdimos entre las mil luces anónimas de la ciudad. Los bares, en alguna parte que yo no puedo situar sobre el mapa que no tengo, estarían apenas llenándose. La pobreza y la belleza, el dinero y los puestos callejeros, las salas moradas y los muertos, todo era un patchwork, un entramado en el gigantesco valle entre montañas.

Y luego, mientras M. escribía su reporte sobre su tesis sobre la energía, la luz se fue y ya no volvió hasta el día siguiente. Nos fuimos a dormir con una vela.

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