viernes, 7 de diciembre de 2007

Reporte

Salvamos la beca y el dólar siguió bajando. Como premio por mi invaluable cooperación en la ganancia de algarrobas devaluadas conseguí llevarnos a las archifamosas pirámides. Salir del D.F nos llevó como tres horas en coche, porque el D.F, como casi siempre que hay luz, estaba colapsado. Al dejarlo atrás fuimos atravesando los inacabables suburbios: montañas y más montañas cubiertas de chabolas y casas hasta el tope, una colina tras otra, pobreza tras más pobreza. Al final estaban las pirámides, casi para nosotros solos, porque había menos turistas que en el Forum. Eran decenas de moles de piedra volcánica ordenadas en una llanura entre montañas que relumbraban bajo un cielo despedazado por monstruosas nubes blancas. Estabamos muy cerca del centro del universo, eso estaba claro, y la altura era ensordecedora, como para tocar el cielo. La escalada a la Pirámide del Sol, la más alta, fue dura. Algunos tramos eran casi verticales y otros menos. Y era cierto que para bajarlas había que hacerlo de lado, para no darle la espalda a los dioses, hecho clarísimo que algunas gringas atontadas se negaron a vislumbrar. Estuvimos arriba mucho tiempo, el suficiente como para ver pasar a los pocos turistas que subían, se hacían la foto y volvían a bajar. Allá se estaba bien, en paz con los dioses mancillados, y al contrario que en los grandes y alabadísimos monumentos europeos, no se sentía esa nada característica del turista despistado. A los dioses no les importaba que yo no tuviese ni idea de quiénes eran porque me dejaban ver igualmente la tristeza del imperio desaparecido bajo las tormentas del tiempo. En el centro del mundo, si escuchabas, no cabía duda de tu posición. Algo vivía allí más fuerte que los siglos y que mis dudas de adolescente tardía, sólo había que abrir los ojos y mirar. Ese día volví a recuperar las ganas de leer y de ser yo. Luego, abajo, nunca llegamos a trepar a la Pirámide de la Luna porque sólo estaba abierta la primera escalinata, así que trepamos otros montículos sin nombre. Los vendedores ambulantes regalaban su mercancía por nada, asegurándose de que no te olvidases ni por un momento que en el mundo real los indios seguían muriéndose de hambre. Acabamos con dos flautas en forma de tortuguita y a mi se me perdieron 20 pesos por el agujero del bolsillo del pantalón. Sabes que algo va mal en un país cuando perder 20 pesos te hace maldecirte por estúpida y luego recuerdas que son menos de 1,5 euros, pero que, aún así, hubieses podido comprar seis camisetas con ellos. Arriba, en la Pirámide, los dioses hablaban contigo, pero abajo, en suelo indio, volvía a ser una güera que se negaba a dar dos chavos por horas y horas de trabajo artesanal. Era así.

Hicimos compras y quemamos naves en micrófonos, memoria ram, arreglos tecnológicos varios. Mientras tanto descubrí de dónde venía la expresión de quemar naves. Se ve que de Cortés, él fue el que quemó sus naves para que no se le sublevasen los soldados aterrorizados. Eso es porque entre atasco y atasco me voy leyendo un libro de historia de México. También he descubierto un botín de literatura mexicana en la recámara de los padres de Marcos que voy combinando con el aburridísimo libro de historia. Así, a veces, mientras me pregunto cómo es que no estoy viéndolo todo a diez mil quilómetros por hora me voy dando cuenta de que me gusta más observar despacio. Quizá porque si no, pierdo el equilibrio entre tanta realidad cambiante, o porque soy más del espíritu de los signos, en dónde una mirada, una rutina, una historia que ni siquiera has visto te trastoca todo. Y hay millones de historias, solo has de pararte el suficiente tiempo a escucharlas para que te hablen. Hay minúsculos niños pobres por todas partes que te agarran de la manga para que les des un pesito a cambio de una muñeca, de un mazapán, de nada. Y cada vez que les digo que no me siento maldita porque son tan pequeños y tan bonitos pero sabes que si le das a uno le das a todos y si le das a todos, bueno, entonces no habría bastante dinero en el mundo para saciar tanta miseria en tan pocos metros cuadrados. Hay millones de vendedores ambulantes que viven al día, y vas repartiendo pesitos por doquier, compres o no compres, porque los mexicanos, a falta de un gobierno que los cuide, han decidido cuidarse a si mismos instaurando este peculiar sistema de impuesto sumergido en que todos reparten dinero y cada cual es la seguridad social de los demás. Así, pagas por que te indiquen dónde aparcar cuando hay sitio de sobras, pagas por que te vigilen una casa que no necesita ser vigilada, pagas por los músicos que van de puerta a puerta, pagas propina, pagas regalo social, das y das dinero porque si tú no lo haces entonces millones de personas se mueren de hambre ese mismo día. Pero también, viendo a los miles y miles de mexicanos que se las apañan como pueden día tras día, derrochando ingenio para sobrevivir, te vas dando cuenta de que si quisiesen serían millonarios, y que, simplemente, no es eso lo que quieren. Que si quisiesen, no tendrían escrúpulos, pero prefieren tenerlos y ser pobres eternamente. Mientras tanto, todo el flaire indio colisiona con el sueño americano, y los valores crujen.

Una cosa es segura: no os lo creeréis, pero aquí los hombres hacen cola en el lavabo para lavarse las manos. ¡¿Será posible?! Y ni uno se va sin haberse enjabonado las manos profusamente.

Me lesioné. Jugando a la Wii, para más inri (nota para mis padres: la Wii es un invento de Nintendo para jugar virtualmente). Ya me venía doliendo la espalda, pero eso fue el acabose: amanecí sin casi poder moverme, y yo sin seguro médico. (Aibá). Tras muchos tiras y aflojas, Marcos me arrastró de las orejas al médico, aunque yo todavía no andaba convencida de que no fuesen a cobrarme un dineral por diagnosticarme lo que todos sabíamos que tenía, o sea, una contractura muscular. El sistema para pobres, sin embargo, se ha revelado ser de suma eficacia. Haciendo cola en una antesala para pobres (para más señas una especie de porche abierto a la calle), rodeada por niños moqueantes y adolescentes temblorosas y carteles de ¡basta de corrupción! (parece que todos andan combatiendo una corrupción que yo todavía no he visto, poniendo en carteles gigantes los precios para que no te engañen), nos ha tocado esperar una media hora para ver al médico. El cobro por visita eran 25 pesos, pagados al médico, y punto. Lo del médico debía ser bastante vocacional porque no creo que cobre mucho. Pero me ha atendido bien –mejor que los de DKV, en realidad-. Me ha visto al punto la contractura, me ha adivinado el asma por mi mencionada alergia a la aspirina y me ha recetado unas inyecciones para bajar la inflamación, una crema para bajar el dolor y un misterioso medicamento que ha resultado ser gelocatil en versión mexicana. Se ha asegurado de que supiese ponerme las inyecciones (yo, claro, no sabía, pero Marcos si, se ve que es conocimiento común en este país saber como poner una inyección). Receta en mano, nos hemos dirigido a la farmacia. Inciso: las farmacias aquí funcionan con otra lógica. Como no parece haber seguridad social, y si la hay yo no la he visto reflejada en ningún lado, existen unas Farmacias llamadas del ahorro (cuyo lema es “lo mismo pero más barato”) que venden…lo mismo, pero más barato. O sea, medicamentos genéricos que en vez de costarte un pastón te salen a precio de receta en España. Un buen invento, hay que mencionarlo, para que los pobres puedan comprar sus medicinas también. Medicinas en mano, me he sentido mejor. Podía sobrevivir sin seguro como lo hacen aquí casi todos, al menos para este tipo de cosas suaves. Supongo que si me hubiesen diagnosticado una leucemia hubiese sido otra historia. A la puerta de la consulta lloraba la adolescente llorosa abrazada a su novio. Hemos imaginado que acababan de enterarse de que iban a ser papás.

Luego Marcos me ha puesto la inyección y yo he engullido mi gelocatil genérico y me he embadurnado de crema antiinflamatoria. El tratamiento dura una semana. Pero después de ver Cubo III, ya me sentía mejor. Así que no está tan mal. Y la película era buena, también. Mucho mejor que la II.

No hay comentarios: