sábado, 29 de diciembre de 2007

cuentos


una servidora y los camellos, dedicados muy especialmente a mi progenitora.

La colonia doctores y sus misteriosos zapatos colgantes. Pienso darle el mismo fin a mis bambas cuando se acaben de romper.

la virgencita al más puro estilo guía turística, pero la foto y la estatua son reales

Una de las iglesias de Tepoztlan, donde vimos las posadas
Alineación al centro
clasificación de los intentos de los amigos de M. por liar un cigarro con nuestro archifamoso tabaco de liar (causa sensación)


Siempre supe que quería escribir. O más bien: siempre supe que lo único que sabía hacer era escribir. Halagadora noción, aterrorizadora noción, cuando te das cuenta de que no serás feliz sino haciendo lo que más te hace sufrir, y que tendrás que pintar todos los trapos sucios en la hoja en blanco, tus trapos sucios, los de los demás, los del mundo. Y la de vueltas que he tenido que dar para llegar al punto de partida, el punto de partida que es volverse a atrever a escribir así, sin más, sin miedo a la vergüenza, sin miedo al dolor, sin miedo a fallar. Tantos años para decir, bueno, borrón y cuenta nueva, ahora empiezo de nuevo, sin saber nada, dispuesta a equivocarme mil veces más. No creo que aquí, en México, nadie espere que escriba. Más bien me parece que aquí se espera de una mujer que sea una buena ama de casa. Y aunque nadie te lo diga directamente, aunque de esos temas no se hable en ningún lado, se nota. O quizá solo echo de menos que los que me rodean se lean lo que escribo. Marcos no es así. Pero Marcos es la oveja negra de la familia, está bien claro. Sobre todo ahora que está aquí su hermana y se nota como les tratan diferente. A él siempre le caen las broncas –a mi no, que soy invitada-, sobre todo de su madre, de su padre menos porque al final una siempre tiene la impresión que en el fondo su padre está bien contento de la vida que lleva su hijo. Si, no se puede decir que la vida que llevemos sea de manual, no porque no nos portemos bien, que si lo hacemos, pero es que no nos gusta ir de shopping, no queremos un trabajo respetable, ni comprarnos una casa a plazos, ni sabemos dónde estaremos en tres meses, o en un año, viviendo dónde, trabajando dónde, haciendo qué. A mi me encandila, pero ya voy viendo que al resto del mundo no tanto. Y es que el yugo de la sumisión, el cliché de la normalidad, pende sobre el país. Pende sobre todos los países, pero aquí se nota más, porque aquí los contrastes están a la vista de quien los quiera ver. Echo de menos que haya quien me pregunte, cómo va tu guión. Quizá por eso escribo con más rabia y más ganas, como si tuviese que demostrarle al mundo entero que escribir no tiene por que ser solo un hobby para señoritas bien educadas, que no soy una dama respetable ni una distinguida esposa, no, ni hablar, que soy escritora y lo seré mientras siga escribiendo guiones aunque nunca nadie me produzca ni una puñetera secuencia. Y hasta que no me de por vencida no se vale decir otra cosa.

Ya envié el corto al concurso de guiones. Luego lo registré vía internet con la Writers Guild of America, que ni sabía que eso se pudiese hacer, pero si, se puede. Qué honor, tener algo registrado con esos pendejos yanquis, que serán bien gilipuertas, pero tienen la organización más grande y mejor organizada de guionistas en todo el mundo mundial. Y ahora, como dicen, que gane el mejor y mientras tanto a preparar el terreno para la subvención del ministerio de cultura. Hace tiempo que he dejado de pensar que voy a ganar algo. Tal vez lo gane cuando se me olvide qué he mandado a donde, cuando no me lo espere. Y me va bien aprender a perder, porque al irse borrando el miedo a la derrota se pierde el miedo a intentarlo. Pero me ayuda ponerme objetivos y sobre todo imaginar que al menos alguien se leerá lo que escribo ni que sea para descalificarlo. Porque escribir para mi sola me quita las ganas. Sobre todo si se trata de escribir guiones. En fin, ya se que queréis oír historias sobre méxico y no sobre las organizaciones mundiales del guión, y además que culpa tendréis si vosotros sí que os leéis lo que escribo.

En México hubo dos días nublados: el de nochebuena, y el de navidad. El resto de días siempre hace sol porque así es aquí, la lluvia toca en verano, y es raro que llueva en estas fechas. El Distrito Federal es una isla (nunca mejor dicho) aislada del resto del país, por eso quiero salir ya, ver que hay del otro lado. Porque afuera debe haber mil historias, y ya tengo ganas, muchas ganas, de que nos vayamos. Aquí hay folklore auténtico y mucho folklore de mentirijilla, y una cosa a la que me he habituado es a guardar las facturas de todo lo que se compra porque en méxico, si pueden y si te dejas, te dan quilos de novecientos gramos. Por ejemplo el ordenador que se compró la madre de Marcos tenía supuestamente X memoria RAM y ya en la casa vimos que no, que tenía sólo la mitad. Y de vuelta al centro a cambiarlo. Y parecido con el ordenador que le han comprado a Marcos. Lo del ordenador de Marcos es toda otra historia aparte porque me da a mi que cuando Marcos vio que todos se estaban comprando las mil chingaderas se dijo que ni modo, que él también necesitaba un ordenador nuevo. Pero como es Marcos su madre le puso mil pegas a comprárselo. Injustamente, si me preguntáis mi opinión, mi opinión que, obviamente, no es muy neutral. Pero yo sostengo que si hay dinero para comprarle un portátil a la mamá, que casi no lo usa, con más motivo habría que comprárselo al hijo, que sí lo usa, y mucho, y que técnicamente podríamos decir que vive de eso. En fin, tras muchos tiras y aflojas le dieron la mitad del dinero para que se lo comprase. E igual, después de haber comprado una supuesta ganga, ahora no le funciona internet. Y ya me lo veo, otra vez al Zócalo a discutir con el vendedor. Tal vez eso sea una derivación de la mordida.

Se me ocurre que tuve suerte de aterrizar aquí cuando lo hice, y de cómo se me acumularon las muy buenas impresiones que tuve, y quizá por eso me gustó tanto el país. Si hubiera visto los detalles que han ido ocurriendo después tal vez no me hubiese gustado nada. Por ejemplo el otro día cuando fuimos a las luchas, que están en la colonia de la doctores (que se llama así porque todas las calles tienen el nombre de un u otro doctor) nos pegaron un sablazo de vergüenza. ¡Y aún que regateamos! La colonia doctores tiene muy mala fama –se ve que allí te roban en un plis-. Cuando aparcamos el coche llegó la viene-viene. Los viene-viene son los que se dedican al “cuidado” de los coches. En realidad, la mayoría de las veces no hacen nada más que indicarte cómo aparcar, ¡cómo si necesitases a alguien para aparcar en una acera vacía!, pero en fin, así se ganan la vida y normalmente cuando vuelves de tus compras o tus asuntos les das unos pesitos. Pocos. Como un par. Pues esta se nos plantó delante y nos soltó: 40 baros, por ade. Traduzco: cuarenta pesos, y por adelantado! Eso por aparcar en vía pública. 40 pesos por que te cuiden el coche es un robo a mano alzada, y más si es por adelantado, porque obviamente la viene-viene se va a ir en cuanto haya cobrado. Pero claro, en realidad lo que nos estaba diciendo era: o pagas o cuando vuelvas no te encuentras el coche. Marcos le regateó a veinte –que seguía siendo un robo-, pero, obviamente, cuando volvimos, dos horas después, la viene-viene había desaparecido. Y la rabia que me dio que nos extorsionasen así. Eso si, las luchas me gustaron, y mucho. Es como boxeo pero los luchadores van disfrazados y enmascarados y el objetivo principal no es romperle la cara al contrario sino hacer una buena performance. Los luchadores saltan y hacen acrobacias y bromas y en realidad se parece más al circo que al boxeo. Aunque de vez en cuando algún luchador se queda ahí, claro.

En Navidad tuve la oportunidad de probar los romeritos. Los romeritos son un plato hecho a base de hojas de romero hervidas con mole, nopalitos y gambas y son deliciosos. Algo así como comer fideos vegetales con chocolate picante. Quién me hubiese dicho a mi que el romero tenía esos usos! Tenemos que probarlo en cuanto llegue a España. Podemos conseguir el romero en la masía y los nopales los robamos del Parque Güell y listo. El mole y las gambas se compran en el Corte Inglés. También probé las tortas de bacalao y las de pavo, que básicamente fueron los restos de la cena navideña embutidos en pan. Pero el bacalao, cuanto más tiempo pasaba, más bueno estaba. Me dieron ganas de congelar un poco de todo para traérmelo de vuelta y así lo probábais. Pero ni oportunidad tuve porque no quedó ni una migaja. Y mil cosas más que he probado de las que ni de los nombres me acuerdo. Marcos está “tot cofoi” porque dice que su novia es todoterreno y se come lo que sea sin pestañear y sin hacerle ascos (y lo que es más importante, sin ponerse mala) –les presume a sus amigos-; yo también lo estoy porque, la verdad, la comida mexicana es buenísima, pero necesitas un estómago de acero para soportarla, y miedo me daba enfermarme al primer día. Pero ahí se ve que me educaron bien y mientras el marido de Rosalba se enferma a cada rato, ahí está una servidora atascándose de tacos y probando picantes. Me pregunto cuántas papilas gustativas me he cargado ya pero la verdad es que cuando te acostumbras al picante entiendes por qué les gusta tanto…y es que tras la barrera picosa hay mil sabores distintos, tropecientasmil especies de chile y el doble de aditamentos. Y además engancha. A veces me despierto pensando en tamales verdes y el deseo se vuelve algo físico: hay que ir ya, ahora mismo, sin esperar un momento. Y lo peor es que los tamales sólo los venden por la mañana y a poco que te levantes tarde ya te quedas con las ganas. E igual me pasa con el chipotle. Sólo de decir el nombre ya me parece olerlo y me entra un antojo tremendo que casi casi me hace asomar lágrimas a los ojos. Y no, no es que esté embarazada. Es que el picante engancha fuerte. No me extraña nada que la comida mexicana esté nominada a patrimonio de la humanidad. Es como la comida española pero con el añadido de los colores y los sabores de la jungla. Eso es multiculturalismo y lo demás sandeces. Y los antiguos aztecas siguen vivos en cada taquería…

Y espero que os cuidéis mucho. Os echo mucho de menos y me siento lejísimos. Por todos lados veo nombres y marcas catalanas, ya no se si porque me entra añoranza y tengo alucinaciones o porque (sospecho que eso último) los catalanes hicieron su gran verano en méxico. La tele aquí es pura propaganda política, mucho peor que en España, y el gobierno es un fraude que se huele a quilómetros de distancia, ni falta hace que te lo expliquen porque solo de ver los informativos, más claro el agua; y el gobierno asesina y tortura impunemente pero todos hacen como si nada y ahora entiendo, ¡ahora entiendo! Lo fácil que es fingir que todo va bien. Ahora entiendo las novelas y las películas y el famoso lema nazi del “es que no sabíamos”. Es lo mismo. Aquí nadie quiere saber tampoco, aquí nadie quiere pensar que esto es como el resto de Latinoamérica, y que no creo, no me lo creo, que estén tan bien como se figuran. Porque a los mexicanos les gusta imaginarse que viven en un país moderno y plácido. Pero es una mentira que se rasga fácil como la capita de la leche cuando la hierves. Tal vez haber estudiado comunicación me haya servido de eso. Para, al menos, ver cuando y cómo los noticieros mienten. Y qué bien mienten. Pero otro día os cuento más, porque se me caen las metáforas de sueño y se me acaban las pestañas…

Mil besos

viernes, 21 de diciembre de 2007

Continuación


Al rico pozole, con horchata!

Quetzalcoatl, la serpiente emplumada


La pirámide de marras (o del tepozteco)


Ahí arriba, si miráis bien, pero que muy bien, hay un puntito que es la pirámide.

Verano en invierno


Lapso temporal. Me he pasado la última semana mirando el teléfono y poniendo a M. de mal humor. El teléfono para más señas es rosa fucsia y cuando llamas rebotan las llamadas y suena riiiiiiing riiiiiiing, pero no es nadie, sólo el eco de tu llamada. De todas maneras os dejo aquí este fragmento que estaba escribiendo antes de que empezase a sentirme 7 horas por detrás del mundo.

“Sólo se como tres palabras en náhuatl. Ixta, que es blanco. Calli, que es casa. Y xochitl, que ya sabéis lo que es. Lo encomiable es que pueden combinarse a la holandesa y generar galaxias como ixtaxochitl (flor blanca) o ixtacalli (casa blanca), o xochicalli (casa de las flores). En realidad no estoy muy segura de que se combinen así, pero de todas formas es divertido pensar que si y de todas maneras suena lo suficientemente bizarro. Y además ni falta hace el náhuatl para no entender a los mexicanos. En méxico, los coches son autos, o carros, o naves, según quien hable, y los carros se manejan o se te avientan encima, según quien conduzca. Las puertas se jalan, los buses se agarran, los departamentos se rentan y los predios se venden. No vas a por algo, sino por algo; no es una cosa, es una madre. Las chicas no están buenas, sino que las morras están mamacitas, y los niños, o sea, los chamacos, o los escuincles, no juegan al escondite, sino a las escondidas. No pagas la entrada en pesos, pagas el boleto en baros, y no eres gilipollas, sino pendejo. Ni soy española, sino gallega o gachupina. Las pajas mentales son chaquetas mentales y las chaquetas son chamarras; los sujetadores son brassiéres y no te roban el coche: te volan el carro. Además de los galicismos, heredados de una ocupación francesa de la cual jamás tuve noticia, están los anglicismos, ¿o debería decir gringuismos?, eso si, pronunciados con auténtico acento americano. La gente va de shopping y se compra un arbol that big para después meterlo en la troca (de truck, camioneta) y comerse una dona (un donut). Las zonas VIP no se pronuncian “vip”, sino vi-ai-pi, y no es spiderman, sino “spaiderman”. Y, para acabar con mi recolección de palabras, las discotecas no son tales: son antros.”

Para entretenerme de mi obsesivo mirar el teléfono, Marcos se me llevó de turismo a Tepotzlán. Agarramos la autopista y zas, en un plis, porque ahora que son vacaciones universales hay mucho menos tráfico, nos plantamos en el pueblecito. Por el camino se veían montañas gigantescas y haces de maíz apilados con forma de tienda de campaña. Conducir en méxico no es como conducir en europa. México no es Europa pero en cierto modo es indescriptible. Era la primera vez que salía del DF de verdad de verdad porque cuando fuimos a las montañas del Ajusco casi no cuenta, están al ladito, es lo que se dice como irse a Montjuich. De todas formas cuando fuimos al Ajusco, que está a 1000 metros más arriba que la ciudad, la presión me dolía en los oídos. Quizá si sea cierto que el distrito federal está en el centro del mundo, como nos dijo un indio, y por eso cuando te alejas ves cambiar el clima metro a metro. Al norte, los árboles se vuelven más oscuros. Al sur, comienza la selva. Tepotzlán está en el sur y por eso todo se iba volviendo verde e infinito. La autopista era curvosa y una de las curvas se llamaba la curva de la pera. El nombre se ajustaba a la realidad. Primero había que subir una montaña y luego cuando empezaba la bajada había algo que no había visto nunca o si lo había visto no lo recuerdo: una rampa de frenado para los que se les estropeen los frenos. Y luego todo bajada camino de Cuernavaca hasta la desviación de Tepotzlán. Era un pueblo chiquito y pintoresco rollo pueblecito turístico de esos que limpian de las calles a los mendigos y todo se ve reluciente. Estaba a la sombra de unas montañas gigantescas y picudas que tenían un aire de Montserrat como para avergonzar a cualquier catalán. Sólo que eran mucho más grandes y con unos riscos mucho más impresionantes y en vez de un monasterio en la cumbre tenían una pirámide. Pero atención, la pirámide casi ni se veía desde abajo, de tan arriba que estaba. Y el único modo de subir era a pie. Obviamente, a eso íbamos. Yo iba toda refunfuñona y de mal humor y por más bonito que fuese el pueblo, y frondoso, y cuajado de buganvillas como un pastel de colores, casi se me corta la respiración cuando veo el caminito a subir. Más que camino parecía un lecho de río y la pendiente era como para espantar a cualquier bicho sedentario. La subida real eran 400 metros y parecíamos cabras brincando. Había más gente haciendo el recorrido, muchos de ellos gringos-mexicanos que a ratos hablaban castellano y a ratos americano y que a nadie le caían bien. Después de los últimos puestos de bebidas y comidas ya no había nada: solo montaña-selva a los lados, y el camino que subía y subía sin solución de continuidad, sin meta visible. Mis malos pulmones pero sobre todo la altura creciente hacían que notase mucho la falta de oxígeno y me tenía que parar todo el rato a recuperar el aliento. Y no se acababa aquello. Los riscos a los lados se iban haciendo más y más peliagudos de mirar y no querías dar un paso en falso. Al final llegamos a una quebrada y entre dos picos angostísimos estaba el último tramo, donde habían instalado unas escaleritas de metal para salvar la pendiente. Arriba de todo estaba la pirámide, diáfana y pequeña, contra el cielo siempre azul y a los pies, muy abajo, el pueblecito. Y los zopilotes volando buscando ratoncitos o más posiblemente una bolsa de patatas abandonada. Arriba nos cobraron 10 pesos por una botella de agua y le dije al señor que debería cobrarlas más caras pero me contestó que ellos no eran agarrados. No le quise decir que ya se las vería en Europa si algún día iba, donde no tendrían compasión y no la cobrarían al 50% más sino 1000 veces más cara. Pobres mexicanos, incluso cuando te sablean parecen ingenuos a los ojos de una Barcelonina. Pobres mexicanos, tan cerca de de los estados unidos y tan lejos de dios. Pobres de nosotros, también, que ignoramos todo de este continente que es como un jardín incluso en la metrópolis más asquerosa y nos enorgullecemos de ridículos monumentos cuya visita cobramos a precio de oro. Aquí los estudiantes pasan gratis. A veces solo los estudiantes mexicanos; a veces, todos. La bajada fue más fácil. En el pueblo compramos una tepoznieve. Las nieves son como helados hechos de nieve, con sabor añadido. Se ve que las de Tepoztlan son famosas y no me extraña porque tenían cientos de sabores (hasta de mole y de guisado de pollo). Yo me quedé con una de rosas y era increíble comerte un olor. Estaba hecha con pétalos de rosa triturados que sabían exactamente igual que a lo que huelen las rosas del rosal de la masía. Si al final resultó que lo de Como Agua Para Chocolate no era puro cuento y si que se usan los pétalos de rosa para cocinar.

Empiezo a recordar los nombres de los platos mexicanos y pude pedirme unas quesadillas de hongos con queso y flor de calabaza envueltas en tortilla azul acompañadas por un agua de fresa. Eran enormes y no pude acabármelas. Luego, en un patio interior, sorbiendo café y rodeada de plantas y a la sombra de las fantásticas montañas, comencé a darme cuenta de lo pendejos que estamos en europa. Es algo de lo que me voy dando cuenta cada vez más a menudo pero que en el fondo no quiero admitir porque yo le voy mucho a lo de ser europea. Oh, Europa Europa. Europa está vieja y gastada, tierra cultivada innumerables años, pero aquí el mundo aún es nuevo por más movistars que nazcan a cada esquina, el invierno es verano y los colores no son un invento del cine. Quizá haga mal en decirlo y debiera guardármelo para mi, no vaya a ser que se acabe de joder este edén, que aunque ya esté bastante jodido lo peor es que se ve a leguas que aún se puede exprimir más, mucho más. Cuando la gente va a la India, vuelven convertidos en místicos, tocados por un no-se-que divino. Pero cuando vas a Latinoamérica, creo yo, lo que ves te convierte en ser humano. Así, ser humano material, defectuoso, dolorido, ser humano que reniega del teatrillo del capital. Así que quizá vuelva convertida en eso. Le compré un regalo a una india. Luego nos fuimos a ver las posadas. Las posadas son unas fiestas que se hacen en los ocho días previos a la navidad y consisten en algo así como en cantar a las puertas de las casas pidiendo posada como María y José, y que desde la casa te la nieguen. Los dos grupos, el de adentro y el de afuera, van alternando los cánticos, y al final los de adentro abren las puertas. Y en todos los belenes falta el niño dios, que se pone el día de navidad. Y los niños rompen las piñatas de colores. Hay piñatas de todos los tamaños y se rellenan de dulces. Incluso había unas con la forma de las carabelas de colón supongo que por el mero gusto de romperlas. Y hay niños, niños por todas partes. Niños de todos los colores, también. Y los adornos de navidad se venden por quilos y por metros y no por packs enlatados pre-fabricados.

Ya decoramos el árbol en casa de Marcos, lo decoré con su madre, y al final de tantos adornos y luces casi no se veía el arbolito en cuestión. Marcos y su padre hicieron campaña pare que este año se comprara un árbol vivo y no uno cortado y al final tenemos árbol vivo (aunque algo seco). Me acordé del pinote y les dije que por qué no lo guardaban para el año siguiente y el siguiente y el siguiente. Se ve que en el sindicato ahora están de rollo ecologista. Y en casa de Marcos si que parece una posada porque mañana llega su hermana con su marido desde canadá para pasar aquí una semana y ya veremos como los van a alojar. La verdad es que está algo peliagudo porque con eso de que Maite y sus hijos también están aquí la hospitalidad se confunde con el gorronismo y al final Marcos ni deshacer pudo su maleta porque en su habitación, que es donde antes de venir nosotros se alojaban los hijos de Maite, no quedaba ni un cajoncito libre para meter las cosas. Bueno, si quedaba, pero me lo agencié yo. Y los armarios llenos a rebosar de la ropa de Maitecita, que es niña lista pero mimada, porque con eso de que César cuando nació se quedó medio enredado en el cordón y se mueve como a cámara lenta, el cuerpo, que no la mente, pues su hermana pequeña es la reina de la casa (de la casa que sea). A mi la verdad me parece un poco injusto cómo lo llevan, y siendo que es César quien estudia diseño en la universidad, me parece que clama al cielo que sea su hermana la que tenga un ordenador para chatear. En fin no es cosa mía y ya se las arreglarán entre ellos. Al final de regalo a César le compré un mp3 o mp4, ya ni lo se, y a Marcos le pareció excesivo porque era desproporcionado respecto a los otros regalos y porque era muy caro (no era muy caro, al menos no para una española, pero si desproporcionado, quizá si). Pero yo pensaba que era un buen regalo primero porque al chico le gusta lo audiovisual, segundo porque Maitecita ya tiene su ipod así que muy mal no se lo puede tomar, y tercero porque el chaval no lo tendrá nunca porque nunca pide nada para él, así que nunca le dan nada. Aunque quizá debiera añadir algo al regalo de Maite, porque un libro solo, aunque para mi los libros valgan mucho, parece poco. No se por qué se me antoja darle regalos a los “niños”, tampoco son tan niños, pero parece que tiene más sentido que regalarle cosas a los adultos. Al final llegamos a un acuerdo y es que se lo daríamos a parte y no con el resto de los regalos. Y es que a la cena de nochebuena vienen como 20 o no se cuántas personas. Y que quedaba feo darlo entre tanta gente para la que no teníamos regalos. Y yo, pero que cómo íbamos a dar regalos a tantas personas, si la mayoría no se ni quienes son. En fin, logísticas. Y que a ver cómo lo hacen con la hermana de Marcos, que se va a poner hecha una fiera si no le toca su habitación, que es donde están alojados Maite y sus hijos. Nosotros ya dijimos que nos daba igual irnos a dormir una semana a la biblioteca pero el padre de Marcos insistió en que no, que ya bastante trabajo le había costado defender lo que era de Marcos para que ahora fuésemos nosotros a tirar su esfuerzo por la borda. Claro, él quiere que sus hijos vuelvan a casa y sientan que tienen su espacio ahí, pero la verdad es que le cuesta. Y en fin, ya os contaré más cuando sepa como acaba el pequeño teatro doméstico.

miércoles, 12 de diciembre de 2007

Xochitl

Marcos y su madre bailando en la fiesta del sindicato

Imágenes de la Santa Muerte en un puesto de santería o algo así. Puedes pedirle cosas pero siempre se cobra el favor, dicen, así que mejor no.

César, primo de Marcos, en concreto el que vive con su mamá y su hermana en casa de los padres de Marcos.

La mamá y el papá de M. Les gusta llevar gorras de Canadá y del Barca.

El mercado de Xochimilco.

Será que poco a poco me voy imbuyendo yo también de ese tan cacareado realismo mágico que yo siempre pensé era un estilo literario y que aquí es como la leche en que se moja la galleta. Me dispongo a contar mis aventis pero se confunden unas con otras ya sea porque se me revuelve la memoria o porque en verdad ocurrieron mezcladas. Justamente eso es lo que ocurría en el último libro que me leí, que, para títulos ilustrativos donde los haya, se llamaba Los Recuerdos del Porvenir, de una tal Elena Garro. Leyendo esas cosas siento más que nunca el pesar de haber malgastado tanto tiempo leyendo tonterías, pero más vale tarde que nunca o pájaro en mano que no has de comer, déjalo correr. Es un libro que debería ser bibliografía obligatoria para todos los estudiantes de cine. El narrador es un pueblo (si, el narrador es el pueblo mismo) dejado de la mano de dios que cuenta de sus memorias y sus gentes alternando aleatoriamente espacio y tiempo. Y me gusta porque aunque es duro de leer, o lo es para mi, en el tejido de espacios y tiempos y personas la vacuidad del transcurrir se revela. En fin, chorradas, no se porque me pongo a hablar de un libro, o si lo se y es por eso del realismo mágico y los tiempos detenidos. El caso es que entre libros e inyecciones la contractura se fue diluyendo y ya no tengo excusa para andar dopada con paracetamol. También se diluyó por completo el jetlag y el mal de altura y pude comenzar a centrarme en otras intrigantes cuestiones, como, por ejemplo, en por qué será que el pan de méxico se conserva esponjoso y blandito todo el día. ¿Existe algún pan en barcelona que aguante un día entero sin ponerse chicloso o duro? ¿Será por la altura?

Lo cual me remite a la comida. Para los que no os guste ese tema, saltarse párrafo, va para largo. La comida en México es un desmadre de colores y sabores. Le hace preguntarse a una cómo es posible haber sobrevivido tantos años alimentándose de tristes preparados estandarizados, todos iguales. El picante es la barrera de entrada, pero una vez superado este pequeño inconveniente (se supera con práctica y aumentando las dosis) el mundo que hay más allá se revela vasto e infinito. De todas maneras, no todo es picante. También hay miles de frutas estrambóticas y extravagantes verduras. Hay tantísimas cosas por probar que he suprimido mis tradicionales crispies matinales para invertir esa hambre en probar nuevos mejunjes. Y ya tengo un listado de favoritos. Los tamales, que se comen por las mañanas y son esa pasta de maíz rellena de sabores, sabor a mole, a pollo con salsa verde, o dulces, o de lo que sea. Los taquitos al pastor, ¡buenísimos! (e indescriptibles). Las tortas, unos bocadillos blanditos y enormes rellenos de cuatrocientosmil ingredientes escogidos al gusto. Los esquites, maíz hervido con especias servido en vasitos de plástico (lo cual, por fin, me confirma que no es algo raro desear comerse una lata de maíz entera). El pozole, una densísima sopa preparada con el caldo que resulta de hervir una cabeza de cerdo con maíz blanco y más carne de cerdo, aderezado con enormes pedazos de aguacate, cortezas de cerdo, orégano y chile piquín. Y como olvidar los zumos, o jugos como les dicen por aquí, de todos los sabores: de mango, de guayaba, de guanábana, de naranja, piña, zarzamora, fresa, horchata, agua de jamaica, tamarindo…o todo mezclado, por qué no. Es triste pensar que en barcelona, si quieres tomar algo, solo puedes escoger entre coca-cola y fanta. O si quieres picar algo, entonces son patatitas u olivas. A eso es a lo que me refiero con lo de la comida estandarizada. Aquí hay puestos callejeros sobre cada baldosa y puedes escoger al gusto que es lo que más te apetece. Y está garantizado: nunca va a saber igual. ¡Y tan barato!

Se diría que los mexicanos no tienen necesidad alguna de McDonalds, que por comparación es caro, aunque no es cierto y McMierda pega con fuerza aquí también, aunque por otros motivos. Principalmente por motivos de asiento, porque en méxico no hay tanta tradición de bares y menos en los centros comerciales, así que si te encuentras en un centro comercial (los hay por todas partes, y son enormes, como en las películas americanas) y quieres sentarte a tomar algo, no hay de otra, ha de ser Mcmierda. Los centros comerciales son todo un tema. Se diría que los mexicanos están divididos entre la certeza de que sus preciosas tradiciones no son nada glamourosas y la envidia por parecerse a sus odiados y temidos vecinos. Así que plantan centros gigantescos en cada calle. Y no hay buen centro sin su cine. En uno de ellos fuimos a ver la película Beowulf (ya la tenía clichada desde hace tiempo, y es que uno de los guionistas es Neil Gaiman –amén-). La vimos en sala Imax y en tres dimensiones. ¡Qué espanto! Se diría que las lanzas nos caían encima. Salimos de la sala medio conmocionados por tanta realidad acumulada.

En el barrio de Xochimilco (Xochitl es “flor” en náhuatl, una de las pocas palabras que he aprendido) están los restos de lo que un día, dicen los libros, fue la ciudad más hermosa del mundo (o así lo relató el cronista Bernal Díaz, no me lo invento yo, que así lo decían soldados de Cortés que habían estado “hasta en Constantinopla”). Restos gigantescos de lo que un día fue aún más grande: un lago sembrado de islitas cuajadas de flores y comunicadas por estrechos puentes móviles. Los puentes ya no están, pero estuvieron cuando la Noche Triste, que fue cuando los aztecas les partieron su madre a los conquistadores (luego ya es otra historia). Xochimilco, último resquicio de la venecia americana, es el lugar donde se cultivan las flores (de ahí el nombre). Las islas, o chinampas (que son el equivalente a los polders holandeses, pero en bonito) son montículos artificiales de barro y hierbas que después de plantadas fueron sedimentando y que claro está, son increíblemente fértiles. Y las trajineras (canoas) se pasean entre ellas, por el laberinto de un barrio que parece no haber cambiado desde hace 500 años (si no fuese por los locales donde alquilan playstations, casi me creería mi propia mentira).

De mientras me voy a dormir y mañana seguimos con las xochitls.

viernes, 7 de diciembre de 2007

Reporte

Salvamos la beca y el dólar siguió bajando. Como premio por mi invaluable cooperación en la ganancia de algarrobas devaluadas conseguí llevarnos a las archifamosas pirámides. Salir del D.F nos llevó como tres horas en coche, porque el D.F, como casi siempre que hay luz, estaba colapsado. Al dejarlo atrás fuimos atravesando los inacabables suburbios: montañas y más montañas cubiertas de chabolas y casas hasta el tope, una colina tras otra, pobreza tras más pobreza. Al final estaban las pirámides, casi para nosotros solos, porque había menos turistas que en el Forum. Eran decenas de moles de piedra volcánica ordenadas en una llanura entre montañas que relumbraban bajo un cielo despedazado por monstruosas nubes blancas. Estabamos muy cerca del centro del universo, eso estaba claro, y la altura era ensordecedora, como para tocar el cielo. La escalada a la Pirámide del Sol, la más alta, fue dura. Algunos tramos eran casi verticales y otros menos. Y era cierto que para bajarlas había que hacerlo de lado, para no darle la espalda a los dioses, hecho clarísimo que algunas gringas atontadas se negaron a vislumbrar. Estuvimos arriba mucho tiempo, el suficiente como para ver pasar a los pocos turistas que subían, se hacían la foto y volvían a bajar. Allá se estaba bien, en paz con los dioses mancillados, y al contrario que en los grandes y alabadísimos monumentos europeos, no se sentía esa nada característica del turista despistado. A los dioses no les importaba que yo no tuviese ni idea de quiénes eran porque me dejaban ver igualmente la tristeza del imperio desaparecido bajo las tormentas del tiempo. En el centro del mundo, si escuchabas, no cabía duda de tu posición. Algo vivía allí más fuerte que los siglos y que mis dudas de adolescente tardía, sólo había que abrir los ojos y mirar. Ese día volví a recuperar las ganas de leer y de ser yo. Luego, abajo, nunca llegamos a trepar a la Pirámide de la Luna porque sólo estaba abierta la primera escalinata, así que trepamos otros montículos sin nombre. Los vendedores ambulantes regalaban su mercancía por nada, asegurándose de que no te olvidases ni por un momento que en el mundo real los indios seguían muriéndose de hambre. Acabamos con dos flautas en forma de tortuguita y a mi se me perdieron 20 pesos por el agujero del bolsillo del pantalón. Sabes que algo va mal en un país cuando perder 20 pesos te hace maldecirte por estúpida y luego recuerdas que son menos de 1,5 euros, pero que, aún así, hubieses podido comprar seis camisetas con ellos. Arriba, en la Pirámide, los dioses hablaban contigo, pero abajo, en suelo indio, volvía a ser una güera que se negaba a dar dos chavos por horas y horas de trabajo artesanal. Era así.

Hicimos compras y quemamos naves en micrófonos, memoria ram, arreglos tecnológicos varios. Mientras tanto descubrí de dónde venía la expresión de quemar naves. Se ve que de Cortés, él fue el que quemó sus naves para que no se le sublevasen los soldados aterrorizados. Eso es porque entre atasco y atasco me voy leyendo un libro de historia de México. También he descubierto un botín de literatura mexicana en la recámara de los padres de Marcos que voy combinando con el aburridísimo libro de historia. Así, a veces, mientras me pregunto cómo es que no estoy viéndolo todo a diez mil quilómetros por hora me voy dando cuenta de que me gusta más observar despacio. Quizá porque si no, pierdo el equilibrio entre tanta realidad cambiante, o porque soy más del espíritu de los signos, en dónde una mirada, una rutina, una historia que ni siquiera has visto te trastoca todo. Y hay millones de historias, solo has de pararte el suficiente tiempo a escucharlas para que te hablen. Hay minúsculos niños pobres por todas partes que te agarran de la manga para que les des un pesito a cambio de una muñeca, de un mazapán, de nada. Y cada vez que les digo que no me siento maldita porque son tan pequeños y tan bonitos pero sabes que si le das a uno le das a todos y si le das a todos, bueno, entonces no habría bastante dinero en el mundo para saciar tanta miseria en tan pocos metros cuadrados. Hay millones de vendedores ambulantes que viven al día, y vas repartiendo pesitos por doquier, compres o no compres, porque los mexicanos, a falta de un gobierno que los cuide, han decidido cuidarse a si mismos instaurando este peculiar sistema de impuesto sumergido en que todos reparten dinero y cada cual es la seguridad social de los demás. Así, pagas por que te indiquen dónde aparcar cuando hay sitio de sobras, pagas por que te vigilen una casa que no necesita ser vigilada, pagas por los músicos que van de puerta a puerta, pagas propina, pagas regalo social, das y das dinero porque si tú no lo haces entonces millones de personas se mueren de hambre ese mismo día. Pero también, viendo a los miles y miles de mexicanos que se las apañan como pueden día tras día, derrochando ingenio para sobrevivir, te vas dando cuenta de que si quisiesen serían millonarios, y que, simplemente, no es eso lo que quieren. Que si quisiesen, no tendrían escrúpulos, pero prefieren tenerlos y ser pobres eternamente. Mientras tanto, todo el flaire indio colisiona con el sueño americano, y los valores crujen.

Una cosa es segura: no os lo creeréis, pero aquí los hombres hacen cola en el lavabo para lavarse las manos. ¡¿Será posible?! Y ni uno se va sin haberse enjabonado las manos profusamente.

Me lesioné. Jugando a la Wii, para más inri (nota para mis padres: la Wii es un invento de Nintendo para jugar virtualmente). Ya me venía doliendo la espalda, pero eso fue el acabose: amanecí sin casi poder moverme, y yo sin seguro médico. (Aibá). Tras muchos tiras y aflojas, Marcos me arrastró de las orejas al médico, aunque yo todavía no andaba convencida de que no fuesen a cobrarme un dineral por diagnosticarme lo que todos sabíamos que tenía, o sea, una contractura muscular. El sistema para pobres, sin embargo, se ha revelado ser de suma eficacia. Haciendo cola en una antesala para pobres (para más señas una especie de porche abierto a la calle), rodeada por niños moqueantes y adolescentes temblorosas y carteles de ¡basta de corrupción! (parece que todos andan combatiendo una corrupción que yo todavía no he visto, poniendo en carteles gigantes los precios para que no te engañen), nos ha tocado esperar una media hora para ver al médico. El cobro por visita eran 25 pesos, pagados al médico, y punto. Lo del médico debía ser bastante vocacional porque no creo que cobre mucho. Pero me ha atendido bien –mejor que los de DKV, en realidad-. Me ha visto al punto la contractura, me ha adivinado el asma por mi mencionada alergia a la aspirina y me ha recetado unas inyecciones para bajar la inflamación, una crema para bajar el dolor y un misterioso medicamento que ha resultado ser gelocatil en versión mexicana. Se ha asegurado de que supiese ponerme las inyecciones (yo, claro, no sabía, pero Marcos si, se ve que es conocimiento común en este país saber como poner una inyección). Receta en mano, nos hemos dirigido a la farmacia. Inciso: las farmacias aquí funcionan con otra lógica. Como no parece haber seguridad social, y si la hay yo no la he visto reflejada en ningún lado, existen unas Farmacias llamadas del ahorro (cuyo lema es “lo mismo pero más barato”) que venden…lo mismo, pero más barato. O sea, medicamentos genéricos que en vez de costarte un pastón te salen a precio de receta en España. Un buen invento, hay que mencionarlo, para que los pobres puedan comprar sus medicinas también. Medicinas en mano, me he sentido mejor. Podía sobrevivir sin seguro como lo hacen aquí casi todos, al menos para este tipo de cosas suaves. Supongo que si me hubiesen diagnosticado una leucemia hubiese sido otra historia. A la puerta de la consulta lloraba la adolescente llorosa abrazada a su novio. Hemos imaginado que acababan de enterarse de que iban a ser papás.

Luego Marcos me ha puesto la inyección y yo he engullido mi gelocatil genérico y me he embadurnado de crema antiinflamatoria. El tratamiento dura una semana. Pero después de ver Cubo III, ya me sentía mejor. Así que no está tan mal. Y la película era buena, también. Mucho mejor que la II.

domingo, 2 de diciembre de 2007

Fiestas, comidas y entramados

La Fiesta

Nos quedamos en que había una fiesta-coctail-n’importe-quoi programada y que Altea sufría una crisis de vestimenta e identidad. Se que queréis ver fotos, pues bien: no las habrá. La (última) cámara de fotos, tan estresada como yo, sufrió un arrebato cardíaco y colapsó. Las pocas fotos supervivientes serán convenientemente rescatadas a su debido tiempo (o sea, cuando Marcos decida hacerlo). Por lo demás, tengo que decir que prefiero que uséis la imaginación.

Para atender a la susodicha fiesta (o la reunión anual del sindicato de harineros) M. y A. sufrieron una (dolorosa, en mi caso) mutación de bicho callejero a dama/caballero bienestante. Convenientemente ataviados, él con smoking y una horrible corbata naranja que escogí yo para darle algo de alegría a la patética situación, y una servidora encorsetada, enzapatada, enmediada y con varios adminículos generosamente proporcionados por el aparentemente inagotable vestuario de doña Rosalba (también llamada, más informalmente, Chava, la madre de M.), el bicho y la bicha, de ahora en adelante el príncipe y la princesa en funciones, se metieron en el coche con los padres de M. y se dirigieron al hotel Fiesta Americana. M. conducía, lo cual sirvió para tranquilizarme respecto a sus para mi dudosas capacidades como conductor, porque después de que yo tuviera como cuatro paros cardíacos durante alguna de sus estrambóticas maniobras y sus padres ni se inmutasen llegué a la tardía conclusión de que estaba haciendo ni más ni menos que lo normal.

Llegamos al hotel y subimos al piso 25, el último. Ahí quedó claro que el padre de Marcos (lo llamo así porque también se llama Marcos, y a su madre la llamo la madre de Marcos porque se llama Rosalba, que es como se llama su hermana también, qué falta de imaginación) pretendía ni más ni menos que lo que ya suponíamos, o sea, presentar a su hijo díscolo en sociedad. Me parece que en el fondo su padre tiene esperanzas de convertirlo en ministro o algo así. Dicho así suena terrible y el caso es que en el momento me sentí algo utilizada porque obviamente no podía presentarlo en sociedad sin una bonita novia a su lado (y si era blanquita como yo, mejor). Y es que en la cena de cómo 150 personas no había nadie sin pareja (Bimbo promueve los valores familiares, lo cual en su discurso se traduce con el sonado “distinguidas esposas”). Con algo de rencor decidí tragarme mis amargos prejuicios durante un rato (o al menos hasta que se viese adónde iba a parar todo aquello), puse cara de novia bonita y saludé a todo el mundo (¿qué tal? Encantada) con una graciosa inclinación y una ligerísima ondulación de mi pelo recién alisado. Ningún problema: era la más blanca, la más joven y por esas dos cosas también la más guapa. Parecía que mis peores temores iban a confirmarse cuando vi la sala en cuestión, una sala enorme, enmoquetada y rodeada de cristales que permitían una impresionante vista de toda la ciudad en todas direcciones. A la entrada había un reno de hielo del tamaño de un pastor alemán. Teníamos la mesa 2, al lado de la orquesta, sitio de honor. Se sirvieron platos de extraños nombres y cuando M. me preguntó que en qué orden se usaban los cubiertos le iluminé con mi sabiduría adquirida de la película Titanic (de afuera hacia dentro). También sirvieron las lecciones de cómo dejar los cubiertos en el plato para indicar que has acabado y si te ha gustado. La cena de líderes sindicales se presentaba como un derroche de dinero y lujo y a mi se me revolvían mis pobres entrañas ya revueltas de por si a causa del uso del corsé (ese utilísimo invento que a la par desoxigena el cerebro –permitiendo que la dama en cuestión no se pase de lista ni muestre un excesivo ingenio o descaro- y la aguanta en posición de bailarina sin aparente esfuerzo). Fue, ni más ni menos, que un acto de amor.

Pero quizá os estéis haciendo una idea equivocada. Los padres de Marcos son magníficas personas. Quizá dónde más se vea sea en su casa. Es una casa que, se ve a leguas, está construida con mucho amor y trabajo. Como si hubiesen ahorrado toda la vida y ahora que por fin les va todo viento en popa quisieran compartirlo con los demás. A parte del hecho de que alojan gratis no solo a la novia del hijo (y próximamente, a su hija también, y a su marido, que volarán desde Canadá para pasar aquí las navidades) sino también a la hermana de la madre de M. y a sus dos hijos César y Maite, regularmente invitan a la familia para que coman con ellos y además da la impresión de que han medio adoptado a un amigo de Marcos (Vicente), que se pasa a comer con ellos cuando quiere. Siempre atentos y discretos, buscando ofrecerme nuevas comidas para que pruebe esto, pruebe aquello, escuche esto, mire aquello otro. Nuevos ricos, de los que cuelgan los títulos universitarios de sus hijos en la biblioteca, seguro, pero buenas personas.

Querréis saber cómo acabó la fiesta. Pues bien, en cuanto se acabó la cena la música se animó y todos aquellos mexicanos tan serios y engalanados se lanzaron a la pista de baile dónde aporrearon el suelo hasta que acabó la fiesta y se disfrazaron de sandías, cowboys, luchadores o lo que fuese. Hay que decir que nunca había visto a tanta gente bailar tan bien. Yo, como no se bailar, decliné hacer el ridículo mucho rato y me puse a mirar y a tomar tequilas con toronja. Los demás, que si sabían bailar, se pegaron unos bailoteos que quitaban la respiración y hasta Marcos bailó con su madre, y tan bien, que además de preguntarme cómo es que no me había dado cuenta antes de que sabía bailar, me prometí aprender unos pasos de salsa en algún momento para dejar de hacer el ridículo. Es una lástima que el sentido del ritmo no sea una de mis cualidades, pero en fin, así es, y si quieres las tomas y si no las dejas. O sea que al final la fiesta no fue tan temible y aprendí que si bien los mexicanos, o al menos estos mexicanos, son muy de guardar las formas al principio, en cuanto se han acabado el postre se montan unas fiestas que no se las acaban.

Comida familiar

Al día siguiente tocaba comida familiar. Cuando digo familiar, quiero decir familiar familiar. Allí se presentaron tíos, tías, primos y primas con sus respectivos novios y novias, en fin, una incontable multitud que quizá describa en otra ocasión. Quien sabe si por tomarme el pelo o porque de verdad pongan siempre esa música, los padres de Marcos se dedicaron a poner disco tras disco de música mexicana (sospecho que en parte para alimentar mi cliché) mientras cocinaban una barbacoa (o un asado según ellos) de la carne más buena que haya probado, convenientemente aliñada –al gusto, gracias- por salsas verdes y demás asuntos picantes, y un guacamole que cuando lo probé me hizo dar tales saltos que me preguntaron si les estaba bailando una jota. También probé los nopales, que son cactus como los que crecen en el parque güell pelados y cortados a trocitos. Tal vez podríamos comercializar todos esos cactus sin dueño de Barcelona y hacer un montón de dinero. Esos al menos no picaban. Además hubo tacos, espaguetis a la crema, etc, etc. De momento no como mucho porque se me hace raro comer estas comidas estrambóticas como plato habitual, mañana, tarde y noche, no porque no estén buenas, que lo están. Y además tampoco se hasta donde me aguantará el estómago así que poquito a poco voy probando. De postre hubo turrón “argentino” traído por Vicente, el amigo de M. medio adoptado por su familia, que acababa de volver de Argentina y Chile en viaje de primer aniversario de boda con su mujer Aimeé (a la que traté de convencer de que su nombre se escribía con dos “e”s, porque es un participio femenino en francés, y no un sustantivo para decir Amor, como erróneamente creen por aquí, aunque no me acuerdo si los acentos se ponen en la primera e o en la segunda), y que ni modo que se escriba con una sola e. El padre de Marcos me vio comiendo una manzana y enseguida me puso otra manzana en la barbacoa para que la probase cocida y con canela y dulce de leche. Hay que llevar cuidado con lo que comes, o con lo que haces, porque si se dan cuenta de que algo te gusta te darán cien veces más, y luego imagináos, cómo me acabo todo eso, con lo feo que queda rechazar comida. Pero es que los nuevos ricos, en el fondo, tienen alma de pobres, y los pobres, según parece, son generosos.

El Patchwork

Luego salimos con Vicente y Aimeé al barrio pijo de la Condesa. Este barrio, aparentemente, está construido dentro de lo que un día fue un hipódromo, así que las calles son circulares (o más bien elípticas). Digo aparentemente porque no lo vi, ya que después de recoger a otra amiga de M. llamada Regina (o Reja) nos metimos directos en un bar pijísimo donde cobraban la propina directamente de la tarjeta de crédito. El bar estaba dividido en salas, la “sala dorada”, la “sala blanca”, etc. Nos tocó la morada. Se parecía un poco a una mezcla entre el rastro y el palacio de versailles (tal como yo me lo imagino al menos). Vicente y Aimeé eran un par de pijos (ella es rica) que trabajaban en el negocio de los ascensores (o elevadores) del padre de ella. Pijos simpáticos, hay que decirlo. Reja es una de las dos amigas preferidas de Marcos (las aparentemente inseparables Regina y Eréndira, dos diseñadoras gráficas completamente locas que ya había conocido en el cine y que en este caso se presentaron separadas porque Eréndira había ido a visitar a su novio). Reja la diseñadora era una tormenta de sarcasmo con corazoncito de oro escondido tras la armadura de su genialidad. Allí tomamos unos cerveza y otros coca-cola (o coca, como le dicen aquí). Luego nos retiramos cada cual por su lado, o sea, cada cual con su coche. Desde el coche vimos como la policía mexicana realizaba varios controles de alcoholemia, pero no nos tocó. En medio de una de las autopistas había un atasco, cosa improbable a esas horas de la noche. Marcos me dijo, no mires, con lo cual yo prestamente me giré a tiempo para ver al anónimo atropellado despanzurrado en mitad de la autopista rodeado por las luces de la policía. Sólo eso, un muerto en mitad de la autopista, ningún coche parado, ningún choque consecuente, nada. Qué hacía un peatón cruzando una autopista en medio de la nada o por qué la presunta colisión no había originado ningún problema en el tráfico es una pregunta que os dejo en el aire. Tal vez era como dijo Marcos, un indigente de los que viven en la tierra de nadie que queda entre los dos carriles de la autopista. O tal vez no. Pronto pudimos volver a acelerar y nos perdimos entre las mil luces anónimas de la ciudad. Los bares, en alguna parte que yo no puedo situar sobre el mapa que no tengo, estarían apenas llenándose. La pobreza y la belleza, el dinero y los puestos callejeros, las salas moradas y los muertos, todo era un patchwork, un entramado en el gigantesco valle entre montañas.

Y luego, mientras M. escribía su reporte sobre su tesis sobre la energía, la luz se fue y ya no volvió hasta el día siguiente. Nos fuimos a dormir con una vela.

viernes, 30 de noviembre de 2007

En Tenochtitlan

Ya soy, oficialmente, una “bicha transatlántica”!


Viaje y llegada

El aeropuerto de Frankfurt era un caos alemán pero de alguna manera conseguimos llegar a tiempo a la puerta de embarque después de sortear a muchos alemanes bordes. Allí fui también desplumada de 4 euros al comprar una pasta de dientes que pienso utilizar hasta el último átomo. Viajábamos en economy class, que en realidad es sinónimo de tercera clase, así que teníamos servicios mínimos que, comparados con otras aerolíneas, no estaban mal. Los de primera clase tenían asientos tipo ataúd-reclinable (no es broma), con mejores mantas, televisión por persona, bebidas ilimitadas y más grandes y quien sabe qué tonterías más. Las doce horas fueron interminables. Marcos dormía a ratos y a ratos se divertía chinchándome, pero yo, como soy un control freak, no podía dormirme, así que sufrí cada largísimo minuto. El avión decidió cambiar de ruta y no bordeamos los Estados Unidos sino que cruzamos todo el océano atlántico a pelo. Como avanzábamos en la misma dirección que el planeta, huíamos de la noche, que nos seguía los pasos sin llegar a alcanzarnos. Fueron mil horas de día, mientras la noche corría en pos nuestro y al final nos enganchó cuando cruzábamos el golfo de méxico, lentamente, en un atardecer de tres horas digno de el principito. Sólo al sobrevolar méxico, finalmente, la noche ganó la partida y vislumbramos las luces de la capital, un monstruo de ciudad, enorme e inacabable, no comparable a nada que yo haya visto. Las luces no eran naranjas-estándard como las de Europa sino de muchos colores, amarillas, rojas, verdes, azules, como una gigantesca constelación navideña a nuestros pies. Las luces palpitaban y se movían y quitaban la respiración. Eso era el distrito federal.

Aterrizamos. En inmigración nos tuvimos que separar. Yo con los migrantes, forma migratoria en mano y sin saber muy bien qué hacer. Mi primera impresión de los mexicanos: el tipo de inmigración, muy amable y dicharachero, me pregunta que cuánto tiempo me voy a quedar, le digo que tres meses y me estampa “120 días” en mi visado. Vaya, vaya! Pulso el botón de aduanas pero nos sale verde, así que no nos toca que nos revisen el equipaje.

Enseguida nos reunimos con sus padres. Son muy majos y enseguida me empiezan a explicar cosas de méxico, aunque ya no me entero mucho porque a esas alturas ya estaba medio zombi. Lo primero que me llamó la atención fueron los coches. El parking del aeropuerto era una colección de cochazos enormes y relucientes como cucarachas. Para que os hagáis una idea, todo el equipaje cupo de una en el maletero del coche de los padres de Marcos. ¡Aibá, qué pasmo! Pero no había que dejarse engañar por las apariencias. En cuanto nos metimos en el d.f, los cochazos empezaron a combinarse con autenticas antiguallas que por no tener no tenían ni luces ni matrículas. (Aunque como pronto veréis, tener luces en el coche no es de gran importancia en méxico.)

Luego fuimos a cenar a una taquería. Aunque Marcos llevaba como 3 meses decidiendo qué sería lo que comería al llegar a méxico, luego resultó que le pasó como al burro ese de no se donde, que se vio incapaz de escoger. Tras muchas vueltas aterrizamos en la susodicha taquería, donde nos pegamos un atracón de platos de nombres impronunciables, a cuál más picante. Yo no comí mucho porque sobretodo tenía sed, así que me atraqué de agua de horchata y de agua de jamaica y zumo de guayaba (aunque seguía teniendo sed). La cenota nos salió por 20 euros. ¡Jo!

Ya en casa de Marcos, después de que él fuese recibido a histéricos lametazos por su gigantesco y viejísimo perro (Max), me quedé dormida antes de contar hasta 3.

El Distrito Federal

Soñé que estaba en México y cuando me desperté estaba en México. Eran las siete de la mañana cuando me desperté y entraba la luz por la ventana. Fuera, México. Las casas que la noche anterior eran todas como gatos pardos se habían convertido en un mosaico de colores. Rosas, amarillas, lilas, azules, de todo. El barrio de Marcos es residencial y relativamente bienestante. Aún así la miseria está aquí siempre a la vuelta de la esquina (literalmente), detrás de los cochazos y las casas. Fuimos a comer tamales para desayunar. A punto estaba yo de comérmelo tal cual cuando Marcos me instó a quitarle el envoltorio de panocha de maiz, que, aparentemente, no es comestible. El chico que vendía tamales me invitó a un tamal solo porque era española viajando por méxico pese a que, como luego nos contó, no le alcanzaba el dinero para pagarle la escuela a sus hijos. El chico dijo que él no hablaba de política, pero en realidad lo que contaba era pura política. Regla de Markovnikov. Era triste. Una señora me echó mil bendiciones. En el parque había un caballo atado a un árbol, aunque, según Marcos, eso no es habitual. Hace bien en decírmelo. Es difícil saber lo que es habitual y lo que no. Me sentía afortunada de estar en un país tan bello, aunque tan triste, donde podía entenderme con todos, y todos podían entenderse conmigo. Max ladraba y saltaba y se arremolinaba en las piernas de Marcos, medio cojo, medio muerto, pero el más feliz de todos, feliz de ver a su amito antes de morirse.

La UNAM y los Murales

Aprovechamos que estábamos por ahí intentando comprar tiquets para el partido de los Pumas (no los conseguimos) para ir a la UNAM, o sease, la universidad nacional autónoma de méxico, donde Marcos estudió ingeniería petrolera durante tres meses antes de salir por patas a psicología (la historia es familiar, ¿no?). Era enorme y lo estudiantes pululaban felices entre las hectáreas de césped y los murales. No nos dio tiempo a verlos todos, y allí iba yo, cámara de fotos en mano, retratando todo y venciendo mi odio a tomar fotos. Me hacía desear más que nunca que Rocío estuviese aquí para sacar las fotos por mi, porque a mi, por más que me esfuerce, no me sale sacar fotos con sentimientos, como máximo alcanzo a que se vea mas o menos el paisaje. Pero es lo que hay. Tendré que aprender a expresarme con ese aparatito diabólico.

Los diabólicos conductores mexicanos

Aún no os he hablado del coche. “EL” coche que estaba esperando a Marcos es una nave espacial electrónica de vidrios ahumados, en fin, una pijada. Era tan moderno que tuve que hacerme con el manual de instrucciones para que Marcos pudiese sacar el freno de mano porque como se vio el freno de mano estaba dónde el pie. En fin, la verdad es que da algo de vergüenza pasearse con ese monstruo entre los millares de niños que venden chicles en los semáforos. Si se lo roban no será más que justicia divina. Al principio pensé que se me hacía raro ver a Marcos conduciendo un chevrolet o lo qué demonios sea eso (al fin y al cabo, ¿cuántas veces nos hemos colado él y yo en el metro de Barcelona?). Pronto aprendí que ese no era el meollo de la cuestión. Una vez en la jungla automovilística del D.F, Marcos se transmutó en la especie más temible del planeta: el conductor mexicano.

Para gran espanto mío, todas las leyendas sobre los coches y los conductores del DF no sólo eran ciertas sino que habían llegado amortiguadas por la distancia a España. La realidad era mucho más frappante. Los conductores mexicanos parecen considerar que conducir (o más bien, manejar) es un juego divertidísimo, y no están dispuestos a dejar que les arruinen la diversión unas cuantas estúpidas normas de tráfico. Ricos y pobres, todos tienen coche, y todos tienen ganas de jugar. El juego consiste en ganar 5 centímetros de ventaja cambiando constantemente de carril. Por tácito acuerdo, las normas son galantemente ignoradas, en su lugar substituídas por extraños rituales de cortesía indescifrables para el extranjero. En primer lugar, el intermitente es meramente decorativo. Jamás, bajo ninguna circunstancia, has de poner el intermitente para girar. ¡Eso sería dar ventaja al adversario, anunciándole tus intenciones! En casos extremos, cuando realmente necesitas girar (y no lo estás haciendo por puras ganas de molestar), sacarás la mano por la ventanilla y la harás ondular un par de veces, en cuyo caso el conductor de atrás te dejará pasar educadamente (pero sólo, repito, sólo, en este caso). Por lo demás, sacar la mano se considera el último recurso. Sospecho que cualquier conductor que se precie no usará de este ardid más de un par de veces por trayecto, y sólo cuando está a punto de pasarse su salida. Cuando dos (o tres, o cuatro) avenidas confluyen, los coches no te dejan entrar al flujo y hay que forzar la entrada, lo cual significa, literalmente, meter el morro del coche a traición entre los dos centímetros de distancia que hay entre coche y coche, y una vez has entrado entonces hay que intentar evitar por todos los medios que los demás entren. Se entiende, ¿no?

Sólo más tarde comprendí que en realidad Marcos no era mal conductor, sino que la conducción en el DF era toda otra historia. El caos automovilístico en el DF es de tales dimensiones que los conductores han tenido que inventarse su propio sistema para sobrevivir. Lo peor son los microbuses. Son autobuses “privados” que cubren ciertas rutas (la mayoría), así que los conductores ganan por cada pasajero que recogen. Como os podéis imaginar, cuando dos microbuses que cubren la misma ruta coinciden, se echan unas carreras dignas del formula 1 sazonadas por insultos gritados por la ventanilla. El trayecto vale 2 pesos, así que haced cuenta de lo mucho que han de acelerar para ganarse el sustento estos fitipaldis. Las avenidas confluyen sin semáforos y los coches, trailers y autobuses giran como rapidísimas peonzas en todas direcciones, pitando, insultándose, frenando o avanzando marcha atrás. La inminente colisión parece estar siempre a dos centímetros de distancia y, sin embargo, no llega. Asombroso. El caos aparente es en realidad una peligrosa danza de habilidad. No hace falta que nadie me diga que me ponga el cinturón. Para máxima seguridad, me encomiendo a la virgen de Guadalupe también, que no se si es patrona de los autos, pero seguro les echa un cable de vez en cuando. Poco a poco me acostumbro. Por otra parte, el hecho de que el coche de Marcos no esté asegurado aun me da cierta (pero solo cierta) confianza, porque Marcos se ve obligado a ser extra-cuidadoso. Inapreciable a primera vista, aunque después de unos cuantos rallies tengo que admitir que no conduce mal.

De Fiesta

Esta noche toca cena de gala. ¡Horror! Cuando me lo dijeron me vi en la coyuntura de Y YO CON ESTOS PELOS!. Después de que la prima de Marcos (Maite, 16) me ofreciese algunos de sus vestidos de “coctail” descubrí que se parecían mucho a mi único vestido de fiesta. Pre-aprobado éste pues por la madre de Marcos como “adecuado” (sospecho que ni siquiera este es lo bastante elegante, pero es lo que hay), Marcos y yo nos lanzamos esta mañana a la caza de zapatos en un centro comercial adecuadamente denominado “zapamundi”. También me corté el pelo y por solo cien pesos me lo esquilaron, alisaron, apotingaron y peinaron. Quedó bien. Sospecho que el peluquero se emocionó cuando le dije “haz lo que quieras”. En realidad es un poco injusto que se me exija elegancia después de haber paseado a Marcos por Barcelona vestido de mugrosito. En realidad, también, es un poco triste que tenga 23 años y no sepa vestirme de fiesta. Pero es divertido disfrazarse.

Sin más se despide atentamente vuestra servidora-corresponsal en México

y hasta la próxima.

sábado, 17 de noviembre de 2007

prefacio

Normalmente me comunico con palomas mensajeras. Lamento informaros, sin embargo, que el gobierno mexicano -como resultado del último convenio antinarcoterrorista con Estados Unidos- ha decidido prohibir definitivamente la entrada de palomas, sea cual fuere su procedencia o color, en la totalidad de su territorio. Gracias a la compasiva Virgen de Guadalupe Calderón no ha cerrado todavía las fronteras virtuales, así que a partir de ahora, y cuando el tiempo y la localización lo permitan, nos comunicaremos a través de ese perverso invento que es internet. A mis amigas viajeras parece haberles dado buen resultado con anterioridad.

Así que paso a presentaros el plan:

Nos vamos de viaje. De turistas, de cineastas, de investigadores, de guionistas, de justicieros, un poco de todo y un mucho de nada. A un país extraño (perdón, mexicanos). No sabemos exactamente a dónde vamos a ir a parar y aún menos qué vamos a ver, pero aparentemente eso es parte de la metodología en la investigación etnográfica. Confiamos en nuestra buena estrella, en la capacidad de socializar de Marcos, en el caché que da ser española y blanquita, en la resolución de la cámara y en los vidrios ahumados del coche que vamos a usar. Tras aterrizar en México D.F y superar el jetlag (7 horas atrás), cruzaremos los dedos para que no me ponga enferma y compraremos el equipo que nos falta (trípode, micro, cargador de batería en coche, grabadora de voz), o al menos el que nos alcance el dinero, un par de libretas, mantas, tienda de campaña (me dicen que en México es normal acampar en el campo real, y no entre cuatro árboles especialmente plantados para dar sombra), bolígrafos, ordenador-es (gracias a Nieves he adquirido el ordenador más deliciosamente retro y me propongo demostrar que es posible escribir el mejor guión del mundo sin un Mac ultrafashion y con menos de 400 MB de memoria), hacer acopio de mapas de carreteras, cámara de fotos, móvil, pasaporte, cepillo de dientes, y un largo etcétera. Y una velita a la Virgen, la que sea.

¿A dónde vamos exactamente?
A dónde Marcos diga y a dónde Altea le desvíe. La ruta prevista es (agarrad el mapa) D.F-Villahermosa-San Cristobal de las Casas-Salina Cruz- Acapulco- La Parota- D.F. Un bonito círculo, ¿verdad? Con parada en los dos grandes oceanos y, esperemos, algún cocotero por el camino bajo el cual hacerme una foto y daros envidia.

¿Qué vamos a hacer exactamente?
Exactamente, exactamente…euh. Marcos va a intentar poner en práctica extraños métodos de investigación que se parecen sospechosamente al turismo alternativo y yo voy a desenfundar la cámara mientras espero fervorosamente que nadie me dispare por ello. De puertas para fuera, eso es lo que él llama “una tesis” y lo que yo denomino “un documental”. Oh, que maravillosamente interdisciplinario.

¿Qué buscamos?
Presas, personas, molinos de viento, cocoteros, opiniones, energía hecha imagen, sentimientos hechos voz.

¿Qué va a pasar?
Ni idea.