miércoles, 12 de diciembre de 2007

Xochitl

Marcos y su madre bailando en la fiesta del sindicato

Imágenes de la Santa Muerte en un puesto de santería o algo así. Puedes pedirle cosas pero siempre se cobra el favor, dicen, así que mejor no.

César, primo de Marcos, en concreto el que vive con su mamá y su hermana en casa de los padres de Marcos.

La mamá y el papá de M. Les gusta llevar gorras de Canadá y del Barca.

El mercado de Xochimilco.

Será que poco a poco me voy imbuyendo yo también de ese tan cacareado realismo mágico que yo siempre pensé era un estilo literario y que aquí es como la leche en que se moja la galleta. Me dispongo a contar mis aventis pero se confunden unas con otras ya sea porque se me revuelve la memoria o porque en verdad ocurrieron mezcladas. Justamente eso es lo que ocurría en el último libro que me leí, que, para títulos ilustrativos donde los haya, se llamaba Los Recuerdos del Porvenir, de una tal Elena Garro. Leyendo esas cosas siento más que nunca el pesar de haber malgastado tanto tiempo leyendo tonterías, pero más vale tarde que nunca o pájaro en mano que no has de comer, déjalo correr. Es un libro que debería ser bibliografía obligatoria para todos los estudiantes de cine. El narrador es un pueblo (si, el narrador es el pueblo mismo) dejado de la mano de dios que cuenta de sus memorias y sus gentes alternando aleatoriamente espacio y tiempo. Y me gusta porque aunque es duro de leer, o lo es para mi, en el tejido de espacios y tiempos y personas la vacuidad del transcurrir se revela. En fin, chorradas, no se porque me pongo a hablar de un libro, o si lo se y es por eso del realismo mágico y los tiempos detenidos. El caso es que entre libros e inyecciones la contractura se fue diluyendo y ya no tengo excusa para andar dopada con paracetamol. También se diluyó por completo el jetlag y el mal de altura y pude comenzar a centrarme en otras intrigantes cuestiones, como, por ejemplo, en por qué será que el pan de méxico se conserva esponjoso y blandito todo el día. ¿Existe algún pan en barcelona que aguante un día entero sin ponerse chicloso o duro? ¿Será por la altura?

Lo cual me remite a la comida. Para los que no os guste ese tema, saltarse párrafo, va para largo. La comida en México es un desmadre de colores y sabores. Le hace preguntarse a una cómo es posible haber sobrevivido tantos años alimentándose de tristes preparados estandarizados, todos iguales. El picante es la barrera de entrada, pero una vez superado este pequeño inconveniente (se supera con práctica y aumentando las dosis) el mundo que hay más allá se revela vasto e infinito. De todas maneras, no todo es picante. También hay miles de frutas estrambóticas y extravagantes verduras. Hay tantísimas cosas por probar que he suprimido mis tradicionales crispies matinales para invertir esa hambre en probar nuevos mejunjes. Y ya tengo un listado de favoritos. Los tamales, que se comen por las mañanas y son esa pasta de maíz rellena de sabores, sabor a mole, a pollo con salsa verde, o dulces, o de lo que sea. Los taquitos al pastor, ¡buenísimos! (e indescriptibles). Las tortas, unos bocadillos blanditos y enormes rellenos de cuatrocientosmil ingredientes escogidos al gusto. Los esquites, maíz hervido con especias servido en vasitos de plástico (lo cual, por fin, me confirma que no es algo raro desear comerse una lata de maíz entera). El pozole, una densísima sopa preparada con el caldo que resulta de hervir una cabeza de cerdo con maíz blanco y más carne de cerdo, aderezado con enormes pedazos de aguacate, cortezas de cerdo, orégano y chile piquín. Y como olvidar los zumos, o jugos como les dicen por aquí, de todos los sabores: de mango, de guayaba, de guanábana, de naranja, piña, zarzamora, fresa, horchata, agua de jamaica, tamarindo…o todo mezclado, por qué no. Es triste pensar que en barcelona, si quieres tomar algo, solo puedes escoger entre coca-cola y fanta. O si quieres picar algo, entonces son patatitas u olivas. A eso es a lo que me refiero con lo de la comida estandarizada. Aquí hay puestos callejeros sobre cada baldosa y puedes escoger al gusto que es lo que más te apetece. Y está garantizado: nunca va a saber igual. ¡Y tan barato!

Se diría que los mexicanos no tienen necesidad alguna de McDonalds, que por comparación es caro, aunque no es cierto y McMierda pega con fuerza aquí también, aunque por otros motivos. Principalmente por motivos de asiento, porque en méxico no hay tanta tradición de bares y menos en los centros comerciales, así que si te encuentras en un centro comercial (los hay por todas partes, y son enormes, como en las películas americanas) y quieres sentarte a tomar algo, no hay de otra, ha de ser Mcmierda. Los centros comerciales son todo un tema. Se diría que los mexicanos están divididos entre la certeza de que sus preciosas tradiciones no son nada glamourosas y la envidia por parecerse a sus odiados y temidos vecinos. Así que plantan centros gigantescos en cada calle. Y no hay buen centro sin su cine. En uno de ellos fuimos a ver la película Beowulf (ya la tenía clichada desde hace tiempo, y es que uno de los guionistas es Neil Gaiman –amén-). La vimos en sala Imax y en tres dimensiones. ¡Qué espanto! Se diría que las lanzas nos caían encima. Salimos de la sala medio conmocionados por tanta realidad acumulada.

En el barrio de Xochimilco (Xochitl es “flor” en náhuatl, una de las pocas palabras que he aprendido) están los restos de lo que un día, dicen los libros, fue la ciudad más hermosa del mundo (o así lo relató el cronista Bernal Díaz, no me lo invento yo, que así lo decían soldados de Cortés que habían estado “hasta en Constantinopla”). Restos gigantescos de lo que un día fue aún más grande: un lago sembrado de islitas cuajadas de flores y comunicadas por estrechos puentes móviles. Los puentes ya no están, pero estuvieron cuando la Noche Triste, que fue cuando los aztecas les partieron su madre a los conquistadores (luego ya es otra historia). Xochimilco, último resquicio de la venecia americana, es el lugar donde se cultivan las flores (de ahí el nombre). Las islas, o chinampas (que son el equivalente a los polders holandeses, pero en bonito) son montículos artificiales de barro y hierbas que después de plantadas fueron sedimentando y que claro está, son increíblemente fértiles. Y las trajineras (canoas) se pasean entre ellas, por el laberinto de un barrio que parece no haber cambiado desde hace 500 años (si no fuese por los locales donde alquilan playstations, casi me creería mi propia mentira).

De mientras me voy a dormir y mañana seguimos con las xochitls.

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